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Y es que, por un lado, la juventud es un estado transitorio de la vida. Y por el otro, no tenemos ningún tipo de control sobre tal tránsito. No podemos frenar el paso del tiempo. No podemos decir venga va, a la de tres te concentras y dejas de envejecer: uno, dos, tres, ¡ya! Aguanta la respiración, venga, venga. ¿Te sientes más joven? No, si acaso, más cansado. La juventud pasará, y si bien ahora la hemos alargado hasta los treinta o hasta los cuarenta, todo el mundo envejecerá… siguiendo con esa necesidad social creada de permanecer joven. Cremas, ropa moderna, festivales, clases de zumba… ¡Qué gran filón!
Pero no quiero hablar de la trampa capitalista de la juventud. No es su totalidad. Quiero centrarme en el amor joven. Ese amor rápido, fugaz. Esa pasión de verano que te apuñala una noche y ya no te suelta. Que te encumbra más arriba de las lunas de Urano para, de un mensaje de WhatsApp, hundirte en el Pantano de la Tristeza. Ese enamoramiento intenso al inicio de conocer a alguien. Plagado de NRE (New Relationship Energy o Energía de la Nueva Relación). Es tan intenso, tan bonito. Suspiro.
Contra la trampa del exaltamiento del amor joven y pasional y las estupideces consumistas que nos hace hacer (porque sí, hacerte cambiar de relación a la mínima que ya no es fogosa y pasional es una forma de hacerte consumir para lograr estar siempre a la cresta de la ola endorfínica), contra todo ello, un concepto: el amor cristalizado.
Para llegar a él antes me tengo que ir a un experimento que se hizo en el siglo pasado. Más que nada que me he sacado el término de la manga y si no lo explico… bueno, yo ya me entiendo, dejadme con mis desvaríos. Hace unas décadas se propuso estudiar la inteligencia y cómo ésta va decayendo con los años. Una de las premisas de base estaba en que la degeneración neurológica hace que los cerebros viejunos vayan más lentos que los cerebros jóvenes y frescos. Por ello se esperaba que, en pruebas de cálculo y comprensión lectora a las que se sometió a un grupo de personas, las personas jóvenes sacarían mejores puntuaciones que las de mayor edad.
Algún factor hacía que la gente mayor tuviera agilidad suficiente. Repitieron la prueba, pero ya no con prisa, sino observando cómo las ejecutaban la gente mayor, y preguntando cómo lo hacían para resolver las preguntas. Descubrieron que esas personas aplicaban atajos en la resolución de enigmas, ya fuera porqué usarán más la memoria que el cálculo, o bien por qué habían establecido rutas mentales automáticas que eran de rápida ejecución. Como quien trabaja con plantillas en vez de estar teniendo que medir con la regla cada vez. A esa forma de usar su inteligencia le llamaron inteligencia cristalizada. Una inteligencia que con el paso de los años, la repetición, se ha encargado de demostrar que es eficaz, que funciona, que no hace falta cuestionar cada vez que hay que resolver algo. Se aplica y punto.
Y me digo yo, si nuestro cerebro racional envejece y se cristaliza para sobrevivir, ¿no lo hará también nuestro cerebro emocional? ¿No es posible que exista una forma de amar que no necesite de ser pasional, violenta y brutal para hacernos sentir la alegría de compartir el mundo con otra persona? Un amor, en definitiva, cristalizado. No será ágil, ni de gran velocidad. Pero sabe qué hacer en cada momento. Permite que un solo gesto valga por mil. Un amor que hace que esa persona que lleva once años a tu lado te siga pareciendo ideal. Que ese plato de macarrones gratinados es mil veces mejor que el ceviche de pez boreal en el bar de moda del puerto. Donde el conocimiento profundo de la otra persona le da mil patadas a las ganas de consumir amores de plástico cada inicio de temporada de verano. El amor pasional y joven seguirá siendo genial, pero no será la única forma genial de amar.
Ignasi Puig Rodas
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La nave en la que viaja la princesa Leia es capturada por las tropas imperiales al mando del temible Darth Vader. Antes de ser atrapada, Leia consigue introducir un satisfyer en su robot R2-dedos.
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